Sobre Carrozas y demás

Todos los años por estas fechas me asalta la misma pregunta, y éste año no fue una excepción. Estaba viendo las noticias, y en ellas hablaban de la fiesta del orgullo gay, o como dicen ahora orgullo LGTBIQ (cada año le añaden una letra al llamado «colectivo»). La escena es la siguiente, un tío con una especie de short bailaba de forma alocada, y en un momento se doblaba hacia adelante, se subía un lateral del short y mostraba una nalga a otro, mientras se la azotaba y se la ofrecía al otro para que se la azotara también.

Escenas como ésta son lo más normal, cuando se habla de dicho día. Es más, si le pedimos a cualquiera que defina dicho evento con la palabra que mejor lo refleje, casi todo el mundo dirá una:  Carroza.

Nos ofrecen la imagen de que la realización de dicho acontecimiento, consiste en una sucesión de carrozas, con gente compitiendo a ver quién tiene más pluma y está más «loca». Todo esto con esa gente lo más desnuda que puedan (sobre todo sin son tíos), y con la mayor promiscuidad y lujuria posible.

Alguien me dirá que es una fiesta. Bueno, pero también no es menos cierto, que quieren ofrecer una imagen de que lo que son y los derechos que defienden son normales y respetables, algo de lo que sentirse «orgulloso», y de ahí el nombre de dicho día. Pero sinceramente, ¿Alguien pensaría que es algo respetable y de lo que sentirse orgulloso, si un hombre o una mujer hiciera lo mismo que he contado, en el día del «orgullo heterosexual», en el día del maestro, o en el día de la comunidad autónoma andaluza?. ¿Qué pensaríamos? Que ese tío, o tía, está como un cencerro. ¿Y si ésa es la imagen generalizada que nos ofrecen del evento? Que no tiene nada para tomarse en serio.

No he dicho nada nuevo, y de hecho hay muchos gays, lesbianas, etc. que reniegan de ese día, porque banaliza y ridiculiza su condición. Les resta credibilidad, en definitiva, a una condición u orientación sexual que es mucho más, que mostrar carne y pillar cacho en una fiesta orgiástica.

Jose Antonio Rodríguez Clemente.

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2 Lecciones sobre la Política

Hace muchos años, yo estuve saliendo con una chica de un municipio del sur de Madrid. La chica en cuestión, tenía una hermana que a su vez estaba saliendo con un chico con el cual posteriormente se casaría, después de tocarles una vivienda de protección oficial, de las gestionadas por ese ayuntamiento.

El chico en cuestión no era mala persona, quizá un poco chapado a la antigua y con una visión del mundo un poco reducida, producto de no haber viajado o experimentado demasiado, pero honesto y de carácter franco y afable.

Empezó una andadura política, con la pasión que ésta se suele hacer, vendiéndome dicho partido como la solución a muchos problemas, al estilo de como apareció Podemos tras el 15-M.

Cuando llegaron las elecciones al ayuntamiento, el partido que las ganó tuvo que contar con la coalición de su partido, para poder gobernar. Y él entró a trabajar en dicho ayuntamiento. Recuerdo cómo nos contaba sus experiencias «de funcionario», incluidos los tópicos como bajar todos a las 12 a tomar el pincho tortilla al bar.

El tiempo pasó y llegaron las siguientes elecciones, pero está vez el partido que las volvió a ganar lo hizo con mayoría absoluta, no necesitando ninguna coalición. Él, que no era un cargo importante en su partido ni mucho menos, vió entonces como no iba a seguir en el ayuntamiento, y su suegra -y mía entonces- decía «¡Ay, ay, ay!, pero ¿Que van a hacer?, ¿Que va a hacer ahora si le echan?». Y yo pensaba «¿Trabajar? ¿Trabajar como hacemos todos?».

Pero tras negociaciones, para su suerte, él siguió en el ayuntamiento como «cargo de confianza» dentro de su partido.

Pasaron los meses, y no sé si los años, y me enteré de que su mujer también entró en el ayuntamiento, en este caso a través de una oposición, para trabajar en la empresa municipal del suelo, que era quien gestionaba la vivienda, y que en aquél entonces a principios de la década del 2000, estaba empezando su apogeo previo a la posterior crisis del final de la década.

La vida le sonreía. Pero había algo que no me cuadraba. La experiencia laboral anterior de la mujer, era en una tienda de muebles, y de ordenadores, taquigrafía y demás, la mujer sabía lo que yo de chino. Esto en cierta medida era lógico, pues en aquella época, no existían los teléfonos de última generación de ahora, ni todo el mundo tenía email, conocimientos de ofimática o internet. De hecho, las tarifas planas de internet, no aparecerían sino poco más tarde.

Así pues, y suponiendo necesitaría estos conocimientos y otros, para pasar las oposiciones, la cosa no me cuadraba. Hasta que alguien me confesó la realidad, fácil de imaginar: Le habían enchufado para pasar dichas pruebas.

Cuando la historia salió en una conversación que tuvimos, su respuesta fue con cierto tono triste a lo Lance Armstrong cuando demostraron su doping en el Tour: «José, si todos hacen lo mismo».

Él, que me había estado dando lecciones morales y de integridad de su partido, me decía esa frase, la cual me dejó 2 lecciones como moraleja:

1) La primera, la evidente y que él reconoció: Que todos son iguales.

2) Y la segunda por deducción, fue: Si él hizo esto siendo el último mono en la cadena, no siendo del partido gobernante, sino un cargo menor en un partido menor; ¿A qué puede llegar alguien que esté más arriba?, y no digamos ya en la cima del partido que gobierna.

José Antonio Rodríguez Clemente

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A vueltas con el Heteropatriarcado

Una noche de finales de verano, me encontraba viendo vídeos de YouTube como suelo hacer para desconectar del día, y llegó a mi poder en esa búsqueda aleatoria que hago, uno de una pareja de un chico y una chica en la que hablaban de lo que son los «aliados feministas», los «privilegios por ser hombre», y el «heteropatriarcado», entre otras cosas.

Al explicar éste último, la chica decía que era debido a que el hombre era el que llevaba el dinero a casa, y que por ello tenía el poder y la mujer era poco menos que un personaje secundario y sumiso.

Reflexioné sobre ello y lo llevé a mi propia historia; ahí recordé lo que una vez me contó mi madre, que cuando era pequeña, en esa España de posguerra y posterior con pobreza y penurias en mayor o menor grado, hasta que a ella le compraron las primeras gafas que por su visión necesitaba, tardó y hubo reticencias, mientras que mi abuelo tenía 2 pares. Siguiendo pues lo que decía la chica en el video, tendría razón.

Avanzando en el tiempo, lo que yo ya sí había vivido cuando era pequeño, era la familia refiriéndome a La Gran Familia, como si la trilogía de películas del mismo nombre se tratase. Compuesta por mis abuelos, tíos, primos, mis padres, mis hermanos y yo, y llegando a sumar alrededor de 30 personas; con reuniones muy frecuentes en casa de mis abuelos -sobre todo- o de algunos de mis tíos, o en la de mis padres. En dichas reuniones, quien organizaba todo alrededor suyo era mi abuela, como una gallina con sus polluelos rodeándola, era la que podríamos llamar Jefa del clan familiar, quien más peso tenía. Aquí por tanto, la chica del video se equivocaba.

Pero decidí centrarme más en mi núcleo familiar, es decir yo junto a mis padres y hermanos, así como compararlo con la gente que me rodeaba, amigos y demás. Respondería al tipo clásico que la chica del video decía, a saber, el hombre trabaja y trae el dinero y la mujer está en casa. Pero cuando rasqué un poco más abajo, vi que era todo lo contrario a lo que la chica afirmaba. El hombre, mi padre, traía el dinero a casa, es cierto, pero quien lo administraba era mi madre. Quien decía que hacer con él, cosas como el color del papel de las paredes, dónde se va de vacaciones, el colegio al que van los niños, etc. era ella. Todo lo que tenía que ver con cómo y dónde gastar el dinero, estaba consensuado, pero la última palabra la tenía mi madre. Quien manejaba las finanzas de la casa, y llevaba el control de todos los papeles, facturas y demás, era ella. Y tenía lógica entre otras cosas, porque para que ese dinero llegara y poder tener la vida que en mejor o peor medida hemos tenido, mi padre se tenía que pasar temporadas de hasta meses, trabajando por medio mundo para poder traer ese dinero a casa. Por lo que lógicamente, quien controlaba más la gestión del mismo era mi madre.

Podría haber sido de otra manera, y quien controlara el dinero fuera el hombre, y ni una ni otra son buenas o malas per se. Pero en mi caso era así, y como digo al compararlo con mis amigos y otra gente se repetía el perfil, el hombre traía el dinero a casa, sí, pero quien lo gestionaba era la mujer. Es decir, en todo caso había un «Heteromatriarcado». De hecho, ya fuera de pequeño por una chuchería, como más mayor por ropa o comprarme un CD, cuando necesitaba pedir dinero, a quien se lo pedía era a mi madre; y si alguna vez lo hacía a mi padre, la respuesta siempre era la misma: «Pídeselo a tu madre, que es quien tiene el dinero».

Jose Antonio Rodríguez Clemente

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Sí, lo confieso: Soy un vividor (y2).

Y ahí estuvimos, viviendo nuestro idilio en nuestro “zulito de amor”. La relación se consolidó, pero con nuestros sueldos de peluquera y teleoperador, no podíamos aspirar a nuestro sueño de una hipoteca a 50 años, en una época donde cada semana el precio de la vivienda podía llegar a subir hasta un millón de las antiguas pesetas. Por lo que decidimos quedarnos en nuestro trastero, hasta que o bien bajaran los precios, o subieran nuestros sueldos.

Pero resultó que los precios, no bajaron sino que subieron, y lo que sí bajaron -sobre todo con la crisis- fueron nuestros sueldos. Primeramente se congelaron, y luego se fueron bajando. En mi empresa, por solidaridad con la misma, así nos lo pidieron, y nosotros que en nada tenemos que envidiar la devoción de los japoneses por sus compañías, así lo hicimos. No vaya a ser que el Jefe no pudiera pagar su nuevo chalet en la sierra, el pobre.

Mi chica se adaptó muy bien al barrio, siempre fue muy cariñosa, a mi siempre me recibía con los brazos abiertos, y a mi vecino, con las piernas.

Para ayudar en esa adaptación y a que mi chica se sintiera más a gusto, decidí hacer reformas y mejorar la casa, decidí ponerle una ventana. Pero no sabia con vistas hacia donde, si al cuarto de basuras o al de contadores. Ella me dijo que hacia el de contadores, que así se entretenía mirando lo que consumían los vecinos. Me dijo que tenía razón, que poner una pequeña plantación de marihuana en casa sale muy caro, que el vecino del quinto consumía demasiado.

Mi novia decía que se sentía sola, por lo que le cogí una mascota. La busqué entre nuestros vecinos de al lado. Le conseguí un ratón. Así que Susanita tuvo un ratón, un ratón chiquitín. No se de que me suena todo esto.

Pero la mascota duró poco, porque no os podéis imaginar lo que comía: Sólo chocolate y turrón, y bolitas de anís. Y a mi con pijadas no. Por lo que decidí liberarla «¡Hala pa fuera!».

Pero los lujos de tener un trabajo, y tener una vida tan afortunada, pronto se acabaron. A mi me echaron del trabajo, porque pese a todas las bajadas de sueldo, salía muy caro y encontraron a otro que cobraba aún menos. Y a mi novia le pasó lo mismo. Por lo que decidimos, nada de empresas pequeñas otra vez, esta vez íbamos a apostar a lo grande, a la empresa más grande de España: El Inem, más popularmente conocido como paro.

Y ahí empezamos a ver, como a muchos capitalistas que habían querido vivir por encima de sus posibilidades, y tener lujos como una vivienda, el banco, hacía de justicia divina, les quitaba su casa y les condenaba a seguir pagando lo que les faltara de la deuda por la hipoteca. Y vimos lo afortunados y dichosos que éramos por vivir de acuerdo a nuestras posibilidades.

La crisis comenzó con el PSOE y continuó con el PP, y todos veían brotes verdes… que se los acababan llevando a Andorra, Suiza, y otros países famosos por el verdor, ya sea de praderas, o de billetes.

Así que viendo que no encontrábamos los brotes por ninguna parte, hemos decidido buscar un cambio, buscar algo “nuevo”, “moderno”. Hemos decidido votar a Podemos, que no nos da trabajo, pero nos da una renta básica universal, sólo por ser ciudadanos. Como hacían los antiguos romanos solo por ser ciudadanos,… aunque ellos tenían todo el resto del imperio para trabajar para ellos, y aquí con tanto paro… no se de donde va a salir, pero si ellos lo dicen por algo será.

Y henos aquí, esperando la renta de Podemos, o los brotes verdes, o al calvo de la lotería de Navidad, donde antes cuando le tocaba a uno el gordo decía de “empezar una nueva vida”, con coches, casas, y viajes; y ahora dicen “tapar agujeros” o en este caso “socavones”.

Otra solución que hemos contemplado, es la de ser otra vez solidarios y ayudar de la misma manera que otros muchos, a reducir el número de parados: Marcharnos de España; pero hemos decidido quedarnos, porque el “sueño español” donde la gente puede vivir por encima de sus maravillosas posibilidades nos atrapa. Porque al final sólo puedo reconocer y decir una cosa, “sí lo confieso: Soy un vividor”.

Jose Antonio Rodríguez Clemente

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Sí, lo confieso: Soy un vividor.

Sí, lo confieso: Soy un vividor. Todo empezó en los años locos de la burbuja inmobiliaria, en plena pujanza, crecimiento y frenesí. Donde era posible vivir “el sueño español”, antes de que la burbuja explotara como el pedo de un viejo. Pero ya se sabe, que el sueño español siempre acaba en pesadilla.

Yo había estado estudiando, y después de licenciarme como farmacéutico, conseguí gracias a mi carrera un trabajo acorde, en aquellos años de bonanza económica. Y claro, el mundo del éxito laboral y del dinero se me subió a la cabeza. Y cometí el mismo error que todos, y que nos ha llevado a esta crisis: Empecé a vivir por encima de mis posibilidades, a derrochar. Con los mil euros en doce pagas, que ganaba al mes gracias a mi trabajo de teleoperador, me dediqué a vivir la vida loca.

Cuando iba a un restaurante, pedía sin mirar los precios de la carta, siempre lo más caro: Una doble whopper. Con extra de queso, no me privaba de nada.

Y claro mi madre viendo el tren de vida desenfrenado que llevaba, me llamó la atención: «Hijo mío, ¿porqué no sientas la cabeza? ¿Porqué no te buscas una novia, para que podáis ahorrar y pagar un piso en 50 años con sus cómodos plazos?»

Yo decidí hacerla caso, y empecé a buscarla. Pero donde pudiera encontrar una chica culta pero sencilla, que fuera muy sincera, y sin nada de artificios. Así que me apunté al Badoo. Me puse a buscar en sus perfiles, pero nada de buscar a lo loco, no, para buscar lo que quería mi madre, necesitaba una tía con clase, con abolengo y con dinero. «Susana 23 años, peluquera. Me gusta la literatura de Haruki Murakami, la filosofía de Osho, practico el yoga y la meditación tántrica y amadrino niños en una Ong en el Congo”. Lo cual me hizo reflexionar “Mmmm, interesante perfil, tiene buenas tetas”. Así que entré en él para conocerlas mejor, perdón para conocerla mejor.

Le gustaba la fotografía, tenía montones, y en todas ellas mostraba sus 2 facetas: O bien posaba poniendo morritos de niña traviesa, o bien posaba sacando la lengua de chica mala. Algo que nunca suelen hacer las tías en las fotos.

Seguí leyendo en su perfil «Lo que más me gusta de mi… es mi sonrisa, todos dicen que es muy bonita» Mmmm que profundo. «Soy, amiga de mis amigos, me gusta la música, el cine» y lo que más me gustó «y pasármelo bien». Qué original.

Así que después de conocernos, la pedí una cita y quedamos. La llevé al Mcdonalds, siempre he sido un romántico, y me gusta cuidar los detalles.

En la cena, me confesó «yo siempre he sido una chica muy sociable, a mi lo que me gusta es conocer gente», «pa follar». Yo la dije que para eso estamos, para atender a sus deseos, y soy ante todo un caballero y si ella se empeña en follar, ¿quién soy yo para decirla que no?.

Así que viendo que la relación iba para adelante, decidí pedir ayuda a mis padres, que son unos capitalistas y también han vivido por encima de sus posibilidades, teniendo multiples propiedades. En concreto 2. Por lo que les pedí las llaves de su segunda propiedad. Les pedí las llaves del cuarto trastero. Le pedí a mi madre que lo barriera y colocara todo un poco. No es plan que viera desorden y cosas por medio. Me dijo que pondría un ambientador colgante de pino, pero que nada de velas que se quemaba la ropa, y la música baja que se quejaban los vecinos.

También me rogó mi madre, que no la pusiera mirando pa Cuenca, que esa pared estaba desconchada y con los meneitos se saltaba la pintura; que la pusiera mejor mirando pa Pamplona, que ahí estaba el muro de carga y no hay problemas porque resistía si no le dábamos muy fuerte.

– Y como dirían en el 1,2,3 “Hasta aquí puedo leer”. Si os ha gustado, sólo tenéis que pedirme que os cuente el resto de la historia –

Jose Antonio Rodríguez Clemente

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Un Sábado cualquiera

El abrió sus ojos, no sonó el despertador ni tenía porqué hacerlo, le despertó la suave luz de una mañana soleada y clara que entraba en su habitación, recorrió con la mirada la habitación hasta encontrarla a ella, arropada por las blancas sábanas y todavía durmiendo. Sentía la calma de ese día, y el reconfortante despertar de cuando se ha dormido lo necesario, sin las prisas que el día a día y el ir al trabajo conllevan.

Se acercó lentamente a su mejilla para besarla y abrazarla por detrás al mismo tiempo, mientras ella abandonaba los brazos de morfeo para volver a la realidad, girarse y encontrarse en frente con la mirada de él y una ligera y sincera sonrisa, que ella repitió como respuesta.

“Buenos días” dijo él, a lo que ella después de incrementar su sonrisa, replicó con un “buenos días” primero, y tras unos segundos, con un “¿Qué hora es?” después. Tras responderla y ver que había pasado más de una hora, desde la que normalmente se levantaban entre semana, agregó “¿tienes prisa?”. Ambos sabían que no, el tiempo no apremiaba esa mañana, no tenían que correr detrás de él, sino que lo tenían a su favor, un papel en blanco sobre el que escribir todo lo que quisieran hacer.

Tenían todo el día por delante, mientras se recreaban en el silencio y la luz clara de su habitación, él sobre ella abrazándola, y ella de espaldas reconfortándose en su abrazo; y sus mentes… simplemente se dejaban llevar y disfrutaban de la paz y la tranquilidad del momento, sin tener que pensar en algo que tuvieran que hacer después. No era una ocasión o día especial, era sencillamente eso, una mañana de un Sábado cualquiera.

Jose Antonio Rodríguez Clemente

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Felices por Decreto

«¡Maldita Navidad!»
Joshua (Gary Busey), antes de descerrajar parte del cargador de su M 16 en casa de Murtaugh, en Arma Letal.

Cuando llegan las Navidades, éstas son como un refrito de algo que se ha vivido ya. Como una vieja canción, que se repite una y otra vez. A veces, como por ejemplo ocurre con «Last Christmas» de Wham! (no hay navidad sin ella), es incluso literal.

Se presenta un decorado, con sus canciones típicas por la radio, sus luces, sus compras, sus belenes o árboles de navidad, la cena de Nochebuena, o de su prima hermana la Nochevieja, etc. Y todo ello enfocado a lo mismo: Mostrar estos días que somos muy buenos, muy felices, y que la vida tiene color rosa.

Parece una película que se rueda cada año en esos días por todos lados, con su argumento ya escrito de lo que debe pasar, y que nosotros debemos interpretar. Debemos responder al canon que decía anteriormente de ser muy buenos, muy felices y que la vida es de color rosa. Para ello, se hacen treguas y aparcan disputas -e incluso guerras-, y se somete a la sociedad a un estado de “amorfinamiento” general. Pero la película es eso, una película, la realidad es otra cosa.

Realmente, solo con estar estos días con los nuestros estaría bien. El problema está en programar la felicidad, que sí o sí tiene que ser unos días concretos y con unas expectativas muy altas, imposibles de cumplir. Y así, al hacer balance y comparar lo que supuestamente debe ser, con lo que realmente es, viene la frustración. Los sentimientos no se pueden programar, no funciona. Las cosas no son perfectas, y siempre va a haber algo no conseguido, o incluso perdido: Un ser querido que se ha ido, un amor roto…

Únicamente podemos ser algo más o menos felices, cuando nos sentimos actores pero nosotros escribimos nuestro propio guión, y pasamos de ser un mero secundario del plano general, a ser nuestro propio protagonista. Y me explico, pensad por un momento en cuales han sido las mejores Navidades que habéis tenido. La respuesta se repite: Cuando se era joven o niño y se hizo tal o cual cosa, quizá no muy importante pero si nueva, agradable y fresca. Ya sea haber tirado petardos, haber recibido los reyes, o haber salido en Nochevieja a una macrofiesta por primera vez. Es decir, cuando la vida es un papel en blanco, con nada escrito y todo por descubrir.

Por ello, yo las vivo como algo normal. Aprovecho para ver a los míos y poco especial más, no busco grandes expectativas que cumplir. Porque las fiestas no son entrañables per se, el ver a los nuestros sí lo es.

Jose Antonio Rodríguez Clemente

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Las Chicas del Photocall

Sábado por la noche, centro de Liverpool. Me encuentro con dos amigos, dando un par de bailoteos después de habernos apretado unas cervezas. El garito donde estamos, grande y con aceptable música, se encuentra cercano a nuestro “fish and chips” de turno, donde acabar la noche como de costumbre, y si su nombre es “the filling station” y su logo un surtidor de gasolina, ya podemos imaginarnos de que se trata: LLenar la barriga; que por el hambre y la acidez de las cervezas, va apeteciendo.

En un momento de la noche, una chica desde un reservado, tira de la manga de mi amigo para ofrecerle una copa de un brebaje amarillo espumoso, el cual ha sacado de una jarra con hielos. Es sidra. Mi amigo, que está tan caliente, que con sus pensamientos se podría incendiar un bosque, escucha a la chica; y yo oliéndome la tostada… me voy al servicio.

Al volver, me encuentro a mi amigo picando. Haciendo honores a la más famosa canción de Antonio Molina. De repente, ella se va, y no porque haya habido mal rollo o algún problema, o porque la conversación se haya acabado. Le pregunto al otro con el que estoy, qué ha pasado. Como si no lo hubiera visto veces, o experimentado yo mismo en mi juventud, o como si no recordara a la misma persona viniendole una chica a bailar refrotándose con él, y cuando él la hacía caso y hacía lo mismo con ella… ella se iba, cuando él pasaba, ella venía de nuevo a hacer lo mismo; y así varias veces.

“Ya sabes como son las inglesas” me dice el otro amigo. De hecho me comenta algo que es una realidad: No ves a nadie besándose en un garito. Es muy raro. Y te preguntas: ¿es que no hay novios en Inglaterra?, ¿no hay ninguna pareja?.

Una vez un amigo mio, me comentó que su novia -que es inglesa-, sorprendida de que los tíos salieran y entraran a tías, le decía “Si es que lo hacéis mal, las tías salen a pasárselo bien”. Digo yo, no van a salir a pasárselo mal, aunque parece que conocer a un tío fuera una tortura. Pero vamos, que tiene razón, por eso van embutidas en unos trajes de infarto, tras un cuidado maquillaje, y llevando unos taconazos de vértigo, con los que más de una no sabe andar. Vamos, lo que cualquier mujer se pone cuando llega cansada del trabajo, para estar cómoda, relajarse y ver la tele. Una lógica aplastante.

Así que en el ambiente más propicio, con un ambiente festivo, jovial, y relajadas las defensas por el alcohol, un tío no puede entrarlas. En el curro, no porque están trabajando. En el supermercado, no porque están comprando. En la biblioteca, no… “ssssh, cállese por favor, mantenga el silencio”. Vamos, me recuerda a aquella canción de los payasos de la tele, donde la niña no podía jugar porque siempre tenía algo que hacer, y pensabas desesperado: «A ver cuando coño la dejan en paz, y puede jugar de una vez, que hasta a mi me está entrando ansiedad».

Lo curioso, es que si sales tú “a pasártelo bien” y sin más pretensiones, no es la primera vez que te tocan el culo y salen corriendo. O que te tocan, simplemente. Eso sí, haciendo que no lo han hecho, en plan “pío, pío, que yo no he sido”. Porque lo que quieren es sólo eso, que te fijes en ellas. LLamar la atención. Que no vayas a tu bola. Debe ser que para eso, sí que se han arreglado.

En fin, sigamos con la historia. En la misma noche, en un momento dado, una del grupo sale del reservado, pasando entre mi otro compañero -con el que me encuentro hablando- y yo en su camino, interrumpiéndome a pesar de tener espacio de sobra por otro lado. Diciendo, no se si adiós o perdón, pero con la actitud de “ay que pesado”, como sintiéndose acosada y sintiendo fruición por ello. Me recuerda a una noticia que vi un día, en la cual había gente, que pagaba a otra para que se hicieran pasar por paparazzis, y la siguieran a todas partes. Para sentirse famosa y deseada por un día.

Ahora entiendo, porque les fascinan esas revistas que hace tiempo empezaron a pulular por España, con su papel couche, su mucha foto y poca chicha. Que cuentan poco y posan mucho; y donde siempre las pillan saliendo del coche con el chumino al aire. Debe ser que así sube su popularidad cuando están decaídas, o que las bragas están muy caras aquí en Inglaterra. Donde éste se ha liado con aquella, y donde aparecen cientos de fotos ya sea posando para una recepción, o en bikini para comparar como eran sus cuerpos antes y después.

Yo las llamo las chicas del photocall. La verdad es que yo no podría acabar con una de ellas, y no ya por sus cuerpos, que sí muchas tetas, pero las mismas formas que un bote de coca cola (y yo soy más de la botella). Sino porque son tan frías, que en su culo se podría congelar hielo. De hecho, si en la cama se suele decir que uno se lleva lo que es fuera, os podéis imaginar lo que sería hacer el amor con una de ellas, o echar un polvo, o “shag” que para eso estamos en Inglaterra. En plena pasión y con el corazón a 200 por hora, ella para. «¿Ya te has «venido» (aquí no se van, vienen, que son más chulos)?» preguntas, y ella responde «no, aha -tos de princesita-, es que me he roto una uña».

Pero no nos equivoquemos, no se trata de hacer patria. Nosotros también tenemos lo nuestro, que no es la primera vez que salgo, y pienso al ver un determinado conjunto de tías, si serán hermanas, o de un equipo de fútbol sala, porque todas las del grupo visten igual. Parece que se arreglan pensando en que va a llevar la otra, para que no se las vaya la mano, y mantenerse en la manada, no sea que sus propias amigas piensen cuando menos que es una “fresca”. Y no porque vaya mostrando nada.

El otro día vi por Internet, un programa de la sexta, hablando de que los tíos -españoles- «es que sois muy fáciles». Como si eso supusiera un problema. Es como si te ofrecieran un trabajo que te cagas, con buen salario, etc. Y dijeras «no, yo quiero que me jodan la vida, que me ofrezcan sólo un empleo de limpiadora, maltratada en el curro, y con un sueldo de mierda». Ahora se entiende su fascinación por esas películas dramones, como la típica de sobremesa de antena 3 que dice «basado en un hecho real», y siempre el hecho real es que el marido la maltrata, que tiene cáncer o que le pasa algo malo.

En definitiva, que mi amigo se fue a casa un poquito más caliente si cabe, y que yo no entiendo este grado de sofisticación, o “muy mujer” como dicen siempre al hablar de un desfile de moda. Con este gusto por complicar las cosas, que son mucho más sencillas y ya se complican por si solas.

Jose Antonio Rodríguez Clemente

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El Espíritu de mi Ciudad

Hace tiempo oí a Joaquín Sabina decir, que lo que le gustaba de Madrid es que uno podía ser de Madrid y ser de todas partes, que nadie iba a salir con la bandera de Madrid en procesión. Vamos que llega a ser un sitio incluyente y no excluyente.

De hecho en el español castizo, no existe una palabra como «charnego». El espabilado de turno pensará en la palabra «paleto». No es lo mismo, “paleto” hace referencia a quien es de pueblo, en el sentido literal; y a la estrechez de miras, en el figurado. Por ello, se podría aplicar a alguien de Valdemorillo, que está en Madrid, y no a alguien de una gran ciudad como Barcelona.

Mi padre es de León, buena tierra del norte de España, con gente adusta, seria y  ¿porqué no decirlo? Con incluso mejor comida. Pues bien, en toda su vida, nunca le he oído decir que alguien se haya dirigido a él con apelativos similares a «charnego», y no sólo porque no los haya. Él, vino aquí y se convirtió en uno más, sin renunciar a sus raíces, añadiendo lo que esta ciudad le ofrecía a su persona.

En mi caso, yo suelo decir que soy un «auténtico» madrileño, no ya sólo por mi padre, sino por mis abuelos (León y Ciudad Real, es decir de fuera). El porqué lo digo es sencillo, es la esencia de Madrid, lo que le ocurre a todo el mundo,  los orígenes de todos son de fuera. De hecho, a lo largo de mi vida, y de mi generación o próximas a ella, sólo he conocido a 2 personas, que tanto sus padres como sus 4 abuelos fueran de Madrid. Claramente definitorio. Eso en otros sitios de España, por no decir del mundo, es impensable.

La ciudad respira, vive, se transforma, como un inmenso ser social que se mueve, cada segundo. En la inmensa aldea global en que se ha convertido el mundo, la ciudad que nunca duerme -como también se la denomina al igual que a Nueva York, con la que comparte muchas similitudes y un mismo espíritu- ha pasado de que casi toda su gente fuera de fuera (pero dentro de España) a que sean de cualquier parte del Mundo. Cierto es que, a diferencia de mi generación, el número de gente cuyos padres y abuelos sea local ha crecido, pero tiene los días contados. Te puedes encontrar gente de todas partes del globo; y el mestizaje está a la vuelta de la esquina.

De hecho, recuerdo una vez que fui a Príncipe Pío, una estación de tren, de la que parte ha sido remodelada para convertirla en un centro de ocio y entretenimiento, con bares, cines y demás. La situación de mezcolanza era tan extrema que me sentí extraño, como si de repente estuviera en el extranjero. El distinto era yo. Curioso.

Cuando era pequeño solía ver un mapamundi como una masa amorfa, donde si cogías y hacías una X en la parte terrenal, aparecía en el centro del Mundo, y como una de las pocas formas definidas, España y en concreto Madrid. No es que realmente sea así, ni que sea la ciudad más importante del mundo, aunque alguna vez lo fue, pero es mi ciudad y disfruto con sus virtudes, al igual que rechazo sus defectos. Una cervecita en la Latina, un paseo por el Prado, un salir por la noche por cualquiera de sus innumerables opciones, un correr por el Retiro o la Casa de Campo…

Me llamaba la atención, que en cuanto hay una festividad, unos días libres, la gente se va, desaparece. Y no es sólo porque gran parte de ella sea de otras partes, y retornen a ellas; o porque aquí la gente esté a disgusto. La gente se va a cualquier otro lugar, y al escucharles ves que hablan bien de su ciudad, pero lo que quieren es conocer más, ver más allá de los límites. Amplitud de miras, apertura de mente. Recuerdo que una vez me contaron que en un pueblo de Extremadura la gente de fuera no era bienvenida «porque se comen nuestra comida»; pues bien, en este caso sería todo lo contrario.

Considero la vida como un bufé, cuando llego a un nuevo lugar pienso “¿Qué es lo que hay? ¿Qué es lo que me ofrece?”. Quiero mucho a mi ciudad, a mi país, pero no soy tan idiota para pensar que todo lo que tiene es lo mejor. Como decía un amigo mío -aunque la frase no se si era suya-: «contra el vicio de los nacionalismos, la virtud del viajar».

Si he de expresar el espíritu de mi ciudad en una frase, me quedo con un lema de un anuncio que lo define claramente: «Si vienes a Madrid, eres de Madrid».

Jose Antonio Rodríguez Clemente

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Y te vi bailar bajo la LLuvia

Sara no se lo podía creer, estaba allí, estaban allí junto al mar. Todo había terminado. La lluvia daba una cortina fina a la luz del amanecer, su pelo liso empapado por la lluvia albergaba un rostro cansado. Raúl la esperaba, aún seguía con los dolores que Juan, “el gordo”, le había dejado como recuerdo en forma de dos costillas rotas y un brazo en cabestrillo.

Las sirenas aún resonaban en el paseo marítimo, los coches patrulla que habían traído a Sara se habían quedado allí, el punto de encuentro era eso, un encuentro o reencuentro entre Sara y Raúl, y daba forma a lo que él le había prometido -“Volverás a reírte de veras, si te quedas conmigo”- unos días antes de que Juan “el gordo”, le hubiera dado con sus matones la paliza que esperaba sirviera de lección. “No hay más ley que la mía”, queriendo decir que el mundo se acababa allí y que no había más solución que esa. Aceptarlo. Y que el hecho de haber conocido a Sara en aquel día lluvioso de Marzo, no había servido más que para complicarle la vida. “Mujeres hay muchas, olvídate muchacho”, le volvía a decir «el gordo», mientras él se preguntaba que habría sido de ella.

En la vida real siempre ganan los malos. Pero a veces esta vida tiene sus sorpresas, sus casualidades. O no. Porque aquel policía de paisano, que conoció apenas un par de días después y que le paró en la calle, iba a dejar su historia, la de él, la de ellos dos, en un punto y a parte, y no en un punto y final.

“Hace tiempo les venimos investigando, la mierda llega muy arriba, hay mucha gente implicada. Pero si tú, y tu chica -que alegría le dio a Raúl volver a pensar en Sara como su pareja otra vez- nos ayudáis, les tenemos cogidos por los huevos”.

Era complicado, ya un año antes una operación parecida se había ido al traste por un chivatazo. Gente poderosa. Con contactos. De los que entran por una puerta y salen por otra. Pero oliendo bien, a colonia cara, con pinta de ciudadano modelo.

Y sin embargo, allí estaban ellos dos, mirándose a los ojos, y la lluvia, aquella lluvia suave, cayendo. “Qué guapa estás con el pelo mojado”, le dijo a ella al ver su pelo lacio formando esos mechones compactos. Ella reflejaba en su cara el cansancio, el cansancio sí, pero con la felicidad de cuando todo ha terminado, de las endorfinas liberadas. De la paz.

Ella le miró, y su sonrisa tibia dio paso a un beso sentido, de esos que te tiembla el alma. Porque sabes que pones el alma en ello. Después de todo, de todo lo que habían vivido, de una vida en un túnel negro sin salida, allí estaban. Y puede que sí, que en la vida alguna vez ganen los buenos, que puedan finalizar la historia que la había traído a España, engañada y haciéndola sentir una mierda. Y puede que sí, que al final, el túnel tenga una luz, una salida, un inicio para esa otra vida que siempre habían imaginado vivir juntos. Por eso allí, en el Saler, en la orilla junto al mar, mientras ella le besaba, mientras con sus dos manos le agarraba con mucho cariño la cara, sintiéndola, haciéndola suya, con la música de las sirenas, y la luz del alba, y confundiendo sus lágrimas con las gotas de esa lluvia, era entonces cuando sentía que aquella vida sí merecía la pena vivirla.

Años después, Raúl recordaría al hablarle a Sara de ese día “…Y te vi sonreír por fin,…Y te vi bailar bajo la lluvia”.

Jose Antonio Rodríguez Clemente

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